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Esta semana, en Cancún, arrancó la edición décimo sexta de la Conferencia de las Partes sobre el Cambio Climático (COP 16). Bajo el liderazgo de México, país sede de este encuentro, este mecanismo de diálogo y cooperación multilateral en el marco de la Convención de las Naciones Unidas contra el Cambio Climático, se ha propuesto avanzar en la agenda de compromisos globales a los que es necesario arribar en favor de la sustentabilidad del planeta. Delegados de los 192 países miembros, expertos en la materia, representantes de cientos de organizaciones no gubernamentales, funcionarios de Naciones Unidas, medios de comunicación y grupos de la sociedad civil estarán reunidos hasta el 10 de diciembre con el objetivo de avanzar hacia un acuerdo jurídicamente vinculante para reducir la emisión global de emisiones de gases de efecto invernadero. Asimismo por parte del Senado de la República, estaremos participando un Grupo plural de 8 legisladores, del cual me enorgullece formar parte, en tan relevante evento.

Se ha dicho hasta el cansancio que en Cancún será difícil alcanzar este objetivo. La sombra de Copenhague -y sus exiguos resultados- deambula todavía en algunos grupos de países, aún renuentes a comprometerse del todo en adoptar un acuerdo mediante el que se verían obligados a asumir costos y responsabilidades sustanciales. Algunos de ellos argumentan, por ejemplo, que su crecimiento económico e industrial se verían severamente comprometidos.

Desde la perspectiva de México, sin embargo, este es un dilema falso. Con esa claridad lo expresó el Presidente Felipe Calderón durante la inauguración de la Cumbre. El crecimiento económico y la protección del medio ambiente no deben ser concebidos como objetivos mutuamente exclusivos. Se pueden obtener, en efecto, ambos objetivos de manera simultánea pero se necesita una visión de futuro que nos permita entender que el costo de no hacerlo, así como el impacto de esta inacción sobre las condiciones generales del planeta, es mucho mayor.  En los últimos años las temperaturas del planeta se elevaron un grado centígrado en promedio provocando una elevación sin precedentes en las masas oceánicas. Buena parte del planeta podría comenzar a presentar inundaciones crónicas y la alteración de lo que los expertos denominan el equilibrio térmico podría traer repercusiones gravísimas para la humanidad como la desertificación de amplias zonas geográficas, la expansión de huracanes y olas de calor que, por lo menos desde 2003, han venido causando la muerte exponencial de cientos de miles de personas.

Los más vulnerables, como siempre, son quienes no cuentan con los recursos para hacer frente a estas emergencias. Son los pobres del planeta quienes sufrirán con mayor intensidad los embates más severos del cambio climático provocando grandes desplazamientos de población, la escasez de productos alimentarios y la propagación de enfermedades directamente relacionadas con la frecuencia de lluvias en territorios insalubres. En México, sus efectos ya se sienten con fuerza en estados como Tabasco y Chiapas y aunque se actúe en consecuencia, se requiere obviamente de compromisos globales que trasciendan los esfuerzos nacionales. Expertos han calculado, por ejemplo, que la vulnerabilidad de México ante el cambio climático es a tal grado relevante que, a menos que se multipliquen acciones para impedirlo, en 2050 la temperatura promedio del país se elevará dos grados Celsius lo que dará lugar a crudas sequías y, por tanto, a un problema severo de escasez de agua. Peor aún, de acuerdo con investigaciones realizadas por el Centro de Ciencias Atmosféricas de la UNAM, hasta 48% del territorio nacional estaría gravemente expuesto a estos fenómenos.

La urgencia de la acción colectiva es evidente y, sin embargo, no todos parecen coincidir en la intensidad y el alcance de la respuesta global. Se interponen, sin duda, muchos intereses. Además se interponen reglas de operación de la Cumbre que bajo el principio del consenso cancelan la posibilidad de generar acuerdos imposibles de ser vetados.

Sin embargo, el liderazgo internacional de México, y el reconocimiento global hacia su política ambiental, son importantes activos para la generación de un compromiso suficientemente amplio como para acercar las posiciones de la Unión Europea y Japón, por un lado, y las de Estados Unidos, China e India por el otro. No podemos permitir, de ninguna manera, que la frustración de Copenhague contamine el ambiente en Cancún. Tampoco podemos permanecer impasibles ante las posiciones irreductibles de quienes hicieron fracasar la Cumbre previa. Mucho podemos hacer, en cambio, para avanzar con paso firme en la hoja de ruta que se planteó hace 13 años en Japón.

Es realista pensar que la Cumbre de Cancún podría servir para encontrar una posición intermedia. Desde luego que se necesita avanzar hacia un nuevo Protocolo post-Kyoto que, a partir de 2013, señale responsabilidades y compromisos concretos. Pero igual de importante resulta, por ejemplo, la obtención de resultados en materias cruciales como el financiamiento, los procesos de adaptación, mitigación, transparencia y monitoreo del cumplimiento de distintos compromisos previos o los denominados mecanismos de REDD-plus para reducir la deforestación y la degradación de los bosques. Se trata de una cita con la historia y con el futuro de la humanidad. De ese tamaño es el reto y la responsabilidad de los participantes de la Cumbre.

 

Artículo publicado el pasado 4 de diciembre en Milenio Diario, estado de México

 

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